Temas
Salud y medicina
La bio-medicina de estilo occidental trabaja hoy en día a la par del saber médico tradicional basados en la observación de los procesos fisiológicos y en el conocimiento del mundo natural.
Las condiciones higiénico-sanitarias en que vive buena parte de la población indígena mexicana son todavía bastante deficitarias, a pesar de los ingentes esfuerzos realizados a lo largo del tiempo por las instituciones públicas para dotar de asistencia sanitaria adecuada a las comunidades rurales del país. Cuando aparece la enfermedad, uno de los primeros recursos a los que generalmente se echa mano, por practicidad y economía, son los saberes médicos tradicionales, a menudo basados en la atenta observación de los procesos fisiológicos y en el conocimiento en profundidad del mundo natural, del que se extraen innumerables remedios de carácter herbolario.
Además de las terapias empíricas, conservan considerable importancia las prácticas tendientes a determinar las “causas últimas” de la enfermedad, cuya aparición sueles explicarse en términos de la acción de fuerzas o entidades extrahumanas, de agresiones mágicas, de alteraciones de la dotación espiritual de las personas. En esos casos, la intervención terapéutica no se limita a actuar sobre el organismo de los pacientes (suministrando bebidas, alimentos, pociones, emplastos, supositorios, fricciones, masajes, etc.) sino que prevé también complejas operaciones rituales que apuntan a conjurar los ataques mágicos, recuperar las componentes anímicas sustraídas o perdidas, expulsar lo que se ha introducido en el envoltorio corporal y en general oponerse a los factores que han comprometido la salud del paciente y la armonía de sus relaciones sociales.
En la base de todas esas acciones se encuentra una peculiar concepción autóctona de la persona, que imagina a cada ser humano como compuesto por varias partes interconectadas, algunas materiales, otras más impalpables, no necesariamente internas al cuerpo. Un ejemplo de esas concepciones es la del alter ego animal (llamado también “tonal” en el área nahua), una especie de doble extracorporal que conduce una existencia paralela y separada, por lo que cada evento que lo afecta repercute en el ser humano, determinando en muchos casos la enfermedad e incluso la muerte. Entre los huaves o ikoots, por ejemplo, cuando los males más graves y repentinos se atribuyen a una agresión al alter ego animal, la terapia consiste en llevar a cabo en la casa del paciente una operación de ocultamiento protector (cubriendo su cuerpo con una red de pesca y esparciendo humo a su alrededor), que apunta a reproducir la acción paralela que el terapeuta estaría realizando con su propio alter ego en beneficio del del paciente, donde se encuentre.
Otras terapias muy difundidas consisten en tratar de recuperar –por medio de súplicas y ofrendas de diversa naturaleza— los componentes anímicos que se piensa que pueden haberse perdido (una práctica denominada “llamada”); o en extraer del cuerpo del enfermo sustancias que la intervención maligna de seres extrahumanos pueda haber introducido en él (en lo que se llama una “limpia”).
En los últimos años los saberes terapéuticos tradicionales vienen siendo acompañados y cada vez más suplantados por los recursos de la bio-medicina, presente en forma cada vez más capilar hasta en las regiones más periféricas, aunque con recursos insuficientes para cubrir las necesidades de la población. Pero el personal sanitario suele mirar con abierta desconfianza las concepciones y las prácticas terapéuticas indígenas, que considera irracionales e ineficaces, cuando no perjudiciales, y no es raro que se oponga abiertamente a los terapeutas tradicionales y a sus actividades. Sin embargo la progresiva apertura al reconocimiento de los muchos modos en que esas terapias consiguen traer alivio y curación ha llevado a la revaloración de los saberes médicos indígenas, tanto por el aumento de la importancia negociable de sus poseedores en el campo sanitario como por la demostrable eficacia farmacológica de muchas sustancias utilizadas y por la indudable capacidad de tantos gestos de cura de responder a la difundida necesidad –con frecuencia descuidada por los operadores de la biomedicina— de conferir sentido a la enfermedad y a las terapias, de tomar en consideración la dimensión afectiva y emocional de los pacientes y de involucrar activamente a sus respectivas redes sociales.
La MEIM ha considerado con creciente atención las relaciones entre la población nativa y las instituciones sanitarias, estudiando los aspectos críticos de la comunicación, de las relaciones con el personal sanitario y de la consiguiente compliance por parte de los usuarios, las carencias estructurales y organizativas, los malentendidos y las formas de violencia estructural a que está expuesta la población indígena, y en particular su componente femenino. Significativos en ese ámbito han sido los ejemplos de las investigaciones sobre la ineficaz prevención del cáncer cérvico-uterino (Yucatán y Chiapas), sobre la gestión de la salud reproductiva y de la violencia doméstica relacionada con ella (Chiapas, Puebla, Veracruz), sobre los estilos alimentarios y la diabetes (Oaxaca y Puebla), sobre la donación y gestión de la sangre (Oaxaca y Puebla).
Música y danza
La música y la danza, ya en el primer plano en las actividades precolombinas, llevan profundas huellas de la intervención de los evangelizadores entre los pueblos autóctonos contemporáneos que siguen incluyéndolas en las propias celebraciones religiosas e identitarias.
Entre las formas expresivas que caracterizaban a las civilizaciones amerindias en el momento de la Conquista, la música y la danza ocupaban una posición de primerísimo plano y constituían una parte significativa de las formas de interacción con las figuras del mundo extrahumano. Entre los pueblos autóctonos contemporáneos todavía muestran profundas huellas de la intervención censoria y manipulativa de los evangelizadores, que prohibieron cualquier forma que evocara el antiguo paganismo e introdujeron instrumentos, modelos y significados de derivación ibérica, rápidamente asimilados y adaptados poor los nativos a su propio horizonte cultural. Actualmente son muy raras las ocasiones festivas en que las celebraciones de las comunidades indígenas no vayan acompañadas por músicas, cantos y bailes, en los que vierten su vivaz creatividad, exhiben sus emblemas identitarios y perpetúan los valores que inspiran y regulan las relaciones sociales y las de los humanos con el mundo que los rodea.
Con frecuencia las melodías, los ritmos y los modelos dancísticos muestran síntesis originales de las diversas tradiciones que entraron en contacto, dando vida a creaciones sugestivamente híbridas. Así ocurre que se ejecuten danzas de clara inspiración cristiana, a las que los indígenas atribuyen significados estrictamente arraigados en su propia cosmovisión (como en la “danza de la serpiente” ikoots, en que el bíblico combate entre David y Goliat es interpretado como el choque entre las fuerzas atmosféricas que provocan las lluvias), o que en un mismo contexto ritual convivan lado a lado danzas de matriz manifiestamente colonial y otras de antiquísima tradición amerindia (como en las celebraciones festivas nahuas, donde la versión local de la danza de “Moros y cristianos” se presenta junto con la espectacular exhibición de los Cuapatanini o “Voladores”, que descienden en amplias espirales desde la cima de un palo, replicando un rito que tiene raíces milenarias en Mesoamérica).
La creciente secularización de la sociedad indígena, la presión hacia formas de espectacularización de tipo folklórico para uso turístico y el deseo de legitimación y reconocimiento por parte de los ejecutantes nativos han transformado profundamente la forma, la función, incluso las ocasiones y los contextos en que se ejecutan las músicas y las danzas indígenas. Algunas prácticas dancísticas han alcanzado tal notoriedad internacional (por ejemplo con el reconocimiento por la UNESCO de la “Ceremonia ritual de los voladores” como patrimonio immaterial de la humanidad) que sus intérpretes han llegado a ser invitados a hacer tournées por varias partes del mundo (en 2019 los voladores “Caballeros águila” de Cuetzalan se presentaron en Agrigento y en Roma). Si por un lado esos fenómenos generan tensiones inevitables entre los defensores de las modalidades “tradicionales” y los innovadores, por otro no se puede olvidar que esas modalidades son a su vez fruto de hibridaciones, transformaciones y reinvenciones seculares y que difícilmente se podría negar a los protagonistas indígenas la facultad de redefinir e innovar libremente sus propias formas expresivas.
Ambiente
México es un país rico en biodiversidad y por ello existe un gran número de prácticas tradicionales de conservación del medio ambiente natural, derivadas de prácticas sociales típicas de las civilizaciones precolombinas.
México se distingue por su enorme biodiversidad, contando con centenares de ecosistemas –de las vastas llanuras a las barreras coralinas, de las lujuriantes selvas lluviosas a las lagunas costeras—, muchos de los cuales se caracterizan como únicos en el mundo. En el país existe un gran número de prácticas tradicionales para la conservación del ambiente natural, la mayor parte de las cuales derivan de los sistemas de conocimiento y de utilización de los recursos que se desarrollaron paralelamente a la agricultura, la caza, la pesca y demás prácticas sociales que caracterizaban a las civilizaciones precolombinas. En efecto, en el curso de milenios los grupos humanos que habitaron el área del actual México elaboraron sofisticados sistemas agroecológicos, mucho de los cuales perduran, aunque modificados en alguna medida, en las técnicas agrícolas de los campesinos nativos contemporáneos.
Esos conocimientos y prácticas ecológicas tienen como base un vínculo duradero y profundo con la tierra, que representa un elemento central de la vida de los pueblos originarios de México. Ésta constituye en realidad la principal fuente de subsistencia y la referencia esencial para la organización de la vida social y de las prácticas culturales. El maíz, en particular, es la planta en torno a la cual giran no sólo el sistema agrícola y la alimentación de los nativos mexicanos, sino también el aparato conceptual que constituye la base de las representaciones identitarias colectivas y de las concepciones de la persona. Además, las policulturas indígenas contienen una multitud de especies vegetales destinadas, por ejemplo, también a usos ornamentales o a la medicina tradicional. El elaborado conjunto de los saberes y las técnicas indígenas en torno al ambiente ha atravesado la historia colonial y poscolonial de la nación, adaptándose con esfuerzo al peso de la marginación económica y de la subordinación política y, más recientemente, al impacto del desarrollo urbano, de la agricultura industrial, de la depredación de los recursos y de la contaminación.
La conservación de la biodiversidad representa hoy uno de los puntos principales de la agenda política de las instituciones, que reconocen su inextricable vinculación con la defensa de la diversidad cultural. Por otra parte, los movimientos sociales indígenas, que en las últimas décadas se han multiplicado, con frecuencia contestan políticas relacionadas con la,gestión del patrimonio cultural como inspiradas en el modelo económico neoliberal y tendientes a confiar la realización de las más diversas iniciativas a compañías privadas cuyos intereses a menudo están en conflicto con los de los nativos. Hoy las organizaciones indígenas reclaman el derecho al territorio y a su gestión según el “modo de vida comunitario”, que consideran esencial para la conservación de la biodiversidad cultural e incompatible con las actividades promovidas por las agencias estatales, sobre todo cuando éstas se refieren a la extracción y la explotación de los recursos naturales.
Instrucción
Con el tiempo, las poblaciones estudiadas por la MEIM pasaron de la instrucción religiosa colonial en castellano, con el objetivo de erradicar los modelos culturales indígenas, a escuelas bilingües, que protegen la lengua vernácula y las tradiciones locales.
Después de la colonización española, que entre tantas instituciones de las complejas civilizaciones amerindias destruyó también las escuelas dedicadas a la formación de los jóvenes (como el telpochcalli y el calmecac aztecas), la única forma de instrucción formal que los nuevos dominadores reservaron a la población indígena fue la de contenido religioso, confiada al clero católico para su evangelización. Sobre todo en las regiones más aisladas y periféricas, hasta la Revolución de comienzos del siglo XX la escolarización sólo había llegado a poquísimas comunidades nativas, mientras que la gran mayoría ignoraba el castellano y transmitía a los jóvenes los conocimientos tradicionales oralmente y casi siempre en el ámbito familiar. Las reformas posrevolucionarias condujeron a la creación de una red capilar de escuelas rurales con el mandato de arrancar a las comunidades indígenas de las condiciones de analfabetismo y subalternidad en que vivían, realizando su plena integración a la sociedad nacional. En realidad el objetivo era la castellanización y la erradicación de los modelos culturales autóctonos, considerados arcaicos y “supersticiosos”, y la modernización de las actividades productivas, según una perspectiva asimilacionista y sustancialmente etnocida.
Limitada al ciclo elemental y gestionada por docentes casi siempre no indígenas, la escolarización, así, terminó por tener una incidencia muy limitada en la marginalidad y subalternidad social, económica y política de los nativos. Sólo a partir de las reformas de los años 70 pudieron las comunidades indígenas contar con institutos capaces de cubrir toda la trayectoria didáctica; pero sobre todo fue entonces que empezaron a funcionar las primeras escuelas bilingües, con docentes en su mayoría indígenas, capaces no sólo de enseñar a los alumnos usando su lengua materna además del español, sino en los casos más afortunados también de idear programas más culturalmente homogéneos a las tradiciones y las exigencias locales. Eso permitió a las comunidades autóctonas apropiarse progresivamente de esa institución exógena, haciendo de ella un instrumento crucial en los procesos de tutela del legado comunitario.
Aun con recursos inadecuados, carencia de personal, limitaciones y resistencias por parte de las jerarquías ministeriales, las escuelas bilingües desempeñan hoy un papel esencial en mantener con vida y tutelar las lenguas vernáculas, tratar de preservar aspectos significativos de las tradiciones locales, alimentar los vínculos sociales, en peligro de disolverse por efecto de la homogeneización lingüística y cultural impulsada por los medios masivos, de la fuerte movilidad hacia el exterior y de las tensiones generadas localmente por políticas económicas de cuño liberal.
Los docentes indígenas, formados en universidades alejadas de sus comunidades de origen pero a menudo dotados de un sólido arraigo social y cultural en ellas, desarrollan hoy una delicada mediación entre las instancias locales y las presiones del mundo exterior. El prestigio y el consenso social adquiridos gracias a esa condición de intermediarios les permite a veces acceder también a cargos electivos de relieve (como el de Presidente municipal), antaño prerrogativa estricta de las figuras más eminentes de la categoría de los ancianos. Es en las escuelas bilingües, más que en cualquier otro lugar, donde es posible cultivar la conciencia de la histórica relación con el territorio y del valor identitario del patrimonio cultural indígena, a través de la transmisión intergeneracional de la lengua, de los valores y de los modelos tradicionales, actualizados y adaptados a los desafíos de nuestro tiempo.